domingo, 13 de mayo de 2007

Reflexiones sobre la 'pedagogía del oprimido'


El siguiente texto fue tomado del libro del pedagogo brasileño Paulo Freire[1]: Pedagogía del Oprimido[2].

(Pág. 103) “Al intentar un adiestramiento en el diálogo, como fenómeno humano, se nos revela la palabra; de la cual podemos decir que es el diálogo mismo. Y al encontrar en el análisis del diálogo la palabra, como algo más que un medio para que este se produzca se nos impone buscar, también, sus elementos constitutivos.

Esta búsqueda nos lleva a sorprender en ella dos dimensiones –acción y reflexión- en tal forma solidarias, y en una interacción tan radical que, sacrificada, aunque en parte, una de ellas se reciente inmediatamente, la otra. No hay palabra verdadera que no sea una unión infranqueable entre acción y reflexión y, por ende, que no sea praxis. De ahí (Pág. 104) que decir la palabra verdadera sea transformar el mundo[3].

La palabra inauténtica, por otro lado, con la que no se puede transformar la realidad, resulta de la dicotomía que se establece entre sus elementos constitutivos. En tal forma que, agotada la palabra de su dimensión activa, se sacrifica también, automáticamente, la reflexión, transformándose en palabrería, en mero verbalismo. Por ello alienada y alienante. Es una palabra hueca de la cual no se puede esperar la denuncia del mundo, dado que no hay denuncia verdadera sin compromiso de transformación, ni compromiso sin acción.

Si, por el contrario, se enfatiza o exclusiviza la acción, con el sacrificio de la reflexión, la palabra se convierte en activismo. Este, que es acción por la acción, al minimizar la reflexión, niega también la praxis verdadera e imposibilita el diálogo.

Cualquiera de estas dicotomías, al generarse en formas inauténticas de existir, genera formas inauténticas de pensar que refuerzan la matriz en que se constituyen.

La existencia, en tanto humana, no puede ser muda, silenciosa, ni tampoco nutrirse de falsas palabras sino de palabras verdaderas con las cuales los hombres transforman el mundo. Existir, humanamente, es ‘pronunciar’ el mundo, es transformarlo. El mundo pronunciado, a su vez, retorna problematizado a los sujetos pronunciantes, exigiendo de ellos un nuevo pronunciamiento.

Los hombres no se hacen en el silencio[4], sino en la palabra, en el trabajo, en la acción, en la reflexión.

Más si decir la palabra verdadera que es trabajo, que es praxis, es transformar el mundo decirla (Pág. 105) no es privilegio de algunos hombres sino derecho de todos los hombres. Precisamente por esto, nadie puede decir la palabra verdadera solo, o decirla para los otros, en un acto de prescripción con el cual quita a los demás el derecho de decirla. Decir la palabra, referida al mundo que se ha de transformar, implica un encuentro de los hombres para esta transformación.

El diálogo es este encuentro de los hombres, mediatizados por el mundo, para pronunciarlo no agotándose, por lo tanto, en la mera relación yo-tú.

Esta es la razón que imposibilita el diálogo entre aquellos que quieren pronunciar el mundo y los que no quieren hacerlo, entre los que niegan a los demás la pronunciación del mundo, y los que no la quieren, entre los que niegan a los demás el derecho de decir la palabra y aquéllos a quienes se ha negado este derecho. Primero es necesario, que los que así se encuentran, negados del derecho primordial de decir la palabra, reconquisten ese derecho prohibiendo que continúe este asalto deshumanizante.

Si diciendo la palabra con que pronunciando el mundo los hombres lo transforman, el diálogo se impone como el camino mediante el cual los hombres ganan significación en cuanto a tales.

Por esto, el diálogo es una exigencia existencial. Y siendo el encuentro que solidariza la reflexión y la acción de sus sujetos encauzados hacia el mundo que debe ser transformado y humanizado, no puede reducirse a un mero acto de depositar ideas de un sujeto en el otro, ni convertirse tampoco en un simple cambio de ideas consumadas por sus permutantes.

Tampoco es discusión guerrera, polémica, entre dos sujetos que no aspiran a comprometerse con la (Pág. 106) pronunciación del mundo ni con la búsqueda de la verdad, sino que están interesados solamente en la imposición de su verdad.
Dado que el diálogo es el encuentro de los hombres que pronuncian el mundo, no puede existir una pronunciación de unos a otros. Es un acto creador. De ahí que no pueda ser mañoso instrumento del cual eche mano un sujeto para conquistar a otro. La conquista implícita en el diálogo es la del mundo por los sujetos dialógicos, no la del uno por el otro. Conquista del mundo para la liberación de los hombres.

Es así como no hay diálogo, si no hay un profundo amor al mundo y a los hombres. No es posible la pronunciación del mundo, que es un acto de creación y recreación, si no existe amor que lo infunda[5]. Siendo el amor el fundamento para el diálogo, es también diálogo. De ahí que sea esencialmente, tarea de sujetos y que no pueda verificarse en la relación de dominación. En esta, lo que hay es patología amorosa: sadismo en quien domina, masoquismo en los dominados. Amor no. El amor es un acto de valentía, (Pág. 107) nunca de temor; el amor es un compromiso con los hombres. Dondequiera exista un hombre oprimido, el acto de amor radica en comprometerse con su causa. La causa de su liberación. Este compromiso, por su carácter amoroso, es dialógico.

Como acto de valentía, no puede ser identificado con un sentimentalismo ingenuo, como acto de libertad, no puede ser pretexto para la manipulación, sino que debe generar otros actos de libertad. Si no es así no es amor.

Por esta misma razón, los dominados, los oprimidos, en su nombre, acomodarse a la violencia que se les imponga, sino luchar para que desaparezcan las condiciones objetivas en que se encuentran aplastados.

Solamente con la supresión de la situación opresora es posible restaurar el amor que en ella se prohibía.

Si no amo el mundo, si no amo la vida, si no amo a los hombres, no me es posible el diálogo.

No hay, por otro lado, diálogo si no hay humildad. La pronunciación del mundo, con el cual los hombres lo recrean permanentemente, no puede ser un acto arrogante.

El diálogo, como encuentro de los hombres para la tarea común de saber y actuar se rompe si sus polos (o uno de ellos) pierde la humildad.

¿Cómo puedo dialogar, si alieno la ignorancia, esto es, si la veo siempre en el otro, nunca en mí?

¿Cómo puedo dialogar, si me admito como un hombre diferente, virtuoso por herencia, frente a los otros, meros objetos en quienes no reconozco otros ‘yo’?

¿Cómo puedo dialogar, si me siento participante de un ‘ghetto’ de hombres puros, dueños de la verdad y del saber, para quien todos los que están fuera son ‘esa gente’ o son ‘nativos inferiores’?

¿Cómo puedo dialogar, si parto de que la pronunciación del mundo es tarea de hombres selectos y (Pág. 108) que la presencia de las masas en la historia es síntoma de su deterioro, el cual debo evitar?

¿Cómo puedo dialogar, si me cierro a la contribución de los otros, la cual jamás reconozco y hasta me siento ofendido con ella?

¿Cómo puedo dialogar, si temo la superación y si, sólo en pensar en ella, sufro y desfallezco?

La autosuficiencia es incompatible con el diálogo. Los hombres que carecen de humildad o aquellos que la pierden, no pueden aproximarse al pueblo. No pueden ser sus compañeros de pronunciación del mundo. Si alguien no es capaz de sentirse y saberse tan hombre como los otros, significa que le falta mucho que caminar para llegar al lugar de encuentro con ellos. En este lugar de encuentro, no hay ignorantes absolutos ni sabios absolutos: hay hombres que, en comunicación, buscan saber más”.

Citas Bibliográficas.

La autosuficiencia es incompatible con el diálogo. Los hombres que carecen de humildad o aquellos que la pierden, no pueden aproximarse al pueblo. No pueden ser sus compañeros de pronunciación del mundo. Si alguien no es capaz de sentirse y saberse tan hombre como los otros, significa que le falta mucho que caminar para llegar al lugar de encuentro con ellos. En este lugar de encuentro, no hay ignorantes absolutos ni sabios absolutos: hay hombres que, en comunicación, buscan saber más”.
[1] Paulo Freire (1921-1997), educador brasileño nacido en Recife. Se graduó como abogado, pero pronto se dedicó por completo a la educación, campo en el que ha desarrollado un sistema de aprendizaje original y controvertido que le dio fama internacional y le supuso dos órdenes de detención en su país. Reducido a su expresión más simple, el sistema de Freire se basa en un proceso educativo totalmente basado en el entorno del estudiante, en asumir que los educandos deben entender la realidad en la que viven como parte de su actividad de aprendizaje. El famoso ejemplo que él mismo propone es la frase “Eva vio una uva”, que cualquier estudiante puede leer. Según Freire, el estudiante necesita, para conocer el sentido real de lo que lee, situar a Eva en su contexto social, descubrir quién produjo la uva y quién pudo beneficiarse de este trabajo. La difusión de sus ideas llevó a Freire a ser encarcelado en 1964 por “revolucionario e ignorante” y, como consecuencia, a exiliarse en Chile y Estados Unidos. En 1970 se trasladó a Ginebra, donde trabajó en el Consejo Mundial de las Iglesias. Diez años después regresó a Brasil como un pedagogo reconocido. Entre sus obras, traducidas a muchos idiomas, destacan La educación como práctica de la libertad (1967) y Acción cultural para la libertad (1970). (Tomado de Biblioteca de Consulta Microsoft Encarta 2002).
[2] Freire, Paulo. Pedagogía del Oprimido. (Madrid: Siglo Veintiuno de España Editores S.A., 15ª Edición, 2000), pp. 103-108.

ü De aquí en adelante las notas a pie de página son originales del libro Pedagogía del Oprimido.

[3] Algunas de las reflexiones aquí desarrolladas nos fueron estimuladas en conversaciones con el Profesor Ernani María Fiori.


[4] No nos referimos, obviamente, al silencio de las meditaciones profundas en que los hombres, en una forma aparente de salir del mundo, se apartan de él para “admirarlo” en su globalidad, continuando en él. De ahí que estas formas de recogimiento sólo sean verdaderas cuando los hombres se encuentran en ella empapados de “realidad” y no cuando, significando un desprecio al mundo, constituyan formas de evasión, en una especie de “esquizofrenia histórica”.


[5] Cada vez nos convencemos más de la necesidad de que los verdaderos revolucionarios reconozcan en la Revolución un acto de amor, en tanto es un acto creador y humanizador. Para nosotros, la Revolución que no se hace sin una teoría de la Revolución y por lo tanto sin conciencia, no tiene en ésta algo irreconciliable con el amor. Por el contrario, la revolución que es hecha por los hombres es hecha en nombre de su humanización.
¿Qué lleva a los revolucionarios a unirse a los oprimidos sino la condición deshumanizada en qué estos se encuentran? No es debido al deterioro que ha sufrido la palabra amor en el mundo capitalista, que la Revolución deje de ser amorosa, ni que los revolucionarios silencien su carácter biófilo. Guevara, aunque hubiera subrayado el “riesgo de parecer ridículo”, no temió afirmarlo: “Déjeme decirle, declaró, dirigiéndose a Carlos Quijano, a riesgo de parecer ridículo, que el verdadero revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad”.
GUEVARA, ERNESTO. “Obra Revolucionaria”. Ediciones ERA S.A., 1967. México. Págs. 637-638.



Este texto ha sido tomado del blog de Luis Pino


















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