miércoles, 16 de mayo de 2007

Anomia social y anemia estatal



Sobre integración social en la Argentina. Ernesto Aldo Isuani.


INTRODUCCIÓN


Las normas jurídicas son disposiciones destinadas a regular la conducta social, constituyen productos de las instituciones de gobierno de una sociedad y adquieren vigencia cuando se transforman en regularidades de comportamiento social. Las normas impositivas, por ejemplo, están vigentes cuando generan determinadas regularidades en la conducta de los contribuyentes.

Ahora bien, las normas jurídicas no constituyen la única forma a través de la cual el comportamiento social adquiere regularidad. Un conjunto de conductas no se expresa en el derecho positivo y sin embargo posee vigencia entre los miembros de una sociedad. Estas normas son las denominadas costumbres. Cortarse el cabello con cierta frecuencia es una regularidad de comportamiento que no surge de ninguna norma de derecho positivo.

Las normas jurídicas, en tanto productos del Estado, son el resultado de la lucha y negociación de las diversas fuerzas sociales que intervienen en su génesis y que les transfieren sus valores, intereses y formas de interpretación de la realidad. En definitiva, su ideología. Por otra parte, las costumbres constituyen una herencia social generada a través de muy diversos caminos y pueden ser juzgadas de acuerdo a la adecuación que poseen respecto a diversos valores (por ejemplo, libertad, solidaridad, civilidad, etc.). La costumbre de ofrecer alimento al necesitado que lo requiere en nuestra puerta, es una costumbre solidaria. Muchas costumbres se convierten con el transcurso del tiempo en normas jurídicas; otras se modifican sustancialmente y desaparecen. Pero mientras las costumbres implican la existencia de regularidades de comportamiento, es decir, o son practicadas generalizadamente o no son tales, las normas jurídicas pueden tener escasa vigencia.

Dos notas centrales de la problemática argentina que pretendo indagar son por un lado, que la transgresión de las normas jurídicas se halla tan generalizada que puede afirmarse que constituye una costumbre y, por el otro, que las costumbres que pueden ser calificadas de incivilizadas son numerosas.

Este trabajo pretende realizar una caracterización del fenómeno transgresor en el país para seguidamente intentar formular e ilustrar algunas hipótesis sobre sus causas. De esta manera, en primer término se señala la debilidad de las instituciones reguladoras del Estado para fiscalizar el cumplimiento de las normas y de las instituciones judiciales para sancionar la violación de la ley. En segundo lugar, el fenómeno transgresor parece tener profundas raíces culturales que ilegitiman la legalidad. Por último, los bajos niveles de integración social son también determinantes fundamentales tanto de las violaciones de la ley como de las costumbres incivilizadas.

  1. TRANSGRESORES E INCIVILIZADOS

Una observación atenta de la vida cotidiana permite concluir que la sociedad argentina vive enfrentándose con transgresiones de diversa gravedad. Por ejemplo, el fenómeno de la corrupción aparece vinculado al mundo de los funcionarios públicos, quienes son acusados de brindar favores, que frecuentemente constituyen conductas ilegales, a cambio de determinadas recompensas. Podría construirse una extensa lista de ejemplos sobre esto: cuando autoridades municipales otorgan licencias para la construcción de edificios cuyas alturas implican la violación de los códigos de edificación; los pagos a los guardas de aduanas en los aeropuertos internacionales para introducir bienes que no pueden ingresar libremente o el “retorno” o devolución a los funcionarios públicos de un porcentaje del dinero pagado a los prestadores privados de servicios médicos para que éstos mantengan la condición de prestatarios de determinadas obras sociales.

Bajo todo punto de vista resulta impactante la magnitud y la antigüedad del fenómeno de la corrupción. La Stampa de Turín afirmaba en 1910 que en la Argentina “la propina" es una institución: tiene un nombre solemne de resonancia griega. Se llama coima. Todos coimean: desde quien desempeña cargos superiores hasta el último inspector. Es una práctica tan normal que si alguien decidiera obtener algo sin recurrir a esa gran señora de las transacciones oficiales correría el riesgo de ser tachado de loco. Hay coimas y coimas. Las hay pequeñas, insignificantes. Corresponden a los empleados de menor jerarquía: al portero, al mandadero, al escribiente. Pero las coimas grandes, las que merecen ampliamente su nombre y que hacen que se hable de ellas con admiración y envidia son las que se vinculan con los contratos del Estado, que los hay por armas, ferrocarriles, puertos, construcción de edificios, algunos de ellos monumentales, con ladrillos importados de Inglaterra, mármoles de Italia y luminarias de Francia.

La corrupción, sin embargo, no se reduce al ámbito de las relaciones con el sector público: es frecuente observar que los encargados de vender entradas para el cine o el teatro suelan reservar ubicaciones preferenciales para quienes llegando tarde están dispuestos a pagar un sobreprecio; también es frecuente la connivencia que existe entre administradores de edificios de propiedad horizontal y los gremios que efectúan servicios en los mismos para incrementar indebidamente los precios de los servicios o cobrar servicios inexistentes; otro ejemplo es la sobrefacturación que producen prestadores privados de salud de las obras sociales que financian sus servicios.

El tránsito automotor en las principales ciudades y en las rutas del país expresa dramáticamente el fenómeno transgresor. Los semáforos en rojo son violados a gran escala, el mal estacionamiento está tan generalizado como la falta de respeto por el peatón, la velocidad a la cual se desplazan unidades de trasporte colectivo es peligrosa, no se utilizan las luces de señalización para advertir sobre maniobras vehiculares, no se respetan los carriles de circulación, existe circulación nocturna de vehículos con iluminación deficiente, es frecuente quienes circulan por la izquierda y se adelantan por la derecha, hay una baja utilización de los cinturones de seguridad y en el caso de las motocicletas es usual ver conductores sin casco protector, o más aún, portando el casco en el brazo en una especie de abierto desafío suicida.

Todo ello se traduce en una altísima tasa de accidentes y muertes. En 1.992 se produjeron 4.144 heridos y 159 muertes por accidentes de tránsito en las calles de Buenos Aires. Los transportes colectivos estaban en ese año al frente de los productores de contravenciones: representaban el 0,5% de los vehículos que circulaban pero habían cometido el 15% de las infracciones fiscalizadas por la policía de tránsito. Por otra parte, la tasa de mortalidad por accidentes de tránsito en 1.994 fue de 26 por 100.000 habitantes e implicó la muerte de 9.120 personas en todo el país. Esta tasa es más elevada que la de varios otros países: en Francia y España la tasa es de 19 por cien mil, en Estados Unidos 18, en Italia 11 y en Suecia 9.

La prensa ha mostrado ejemplos muy diversos de transgresiones: empresarios o artistas evaden impuestos o adquieren vehículos importados cuyo destino original era personas discapacitadas, se producen medicamentos sin poder curativo y se venden alimentos en mal estado, se falsifican resultados de biopsias para inducir operaciones quirúrgicas y existe contaminación, muchas veces agresiva, del agua y del aire por industrias y vehículos. Por ejemplo, en 1.993, la Secretaría de Transporte informaba que el 75% de los 2.472 colectivos inspeccionados en la Capital Federal emitía altos niveles de gases contaminantes.

Otras formas de violaciones a las normas tiene que ver con la desaprensión existente en la producción y la comercialización de alimentos. Operativos judiciales en el Gran Buenos Aires acabaron en el decomiso de un millón de sifones con bacterias que habitan la materia fecal de los caballos (abril de 1991) y de 1.700.000 de latas de puré de tomate coloreadas con óxido de hierro (enero de 1.991) En enero de 1.992 se encontraron mil kilogramos de queso muzzarela y siete mil de otros tipos en mal estado en varias pizzerías del Gran Buenos Aires; en diciembre del mismo año se allanaron quintas en Escobar donde se empleaban agrotóxicos para la producción de verduras y hortalizas; en marzo de 1.993 vuelven a encontrarse 18 toneladas de queso y 5 de leche en polvo en mal estado y al mes siguiente se clausura una planta de fabricación de agua mineral por el alto contenido de bacterias encontrado en ella.

Una visita a un mercado y una feria municipal en la Capital Federal permitió observar otras violaciones frecuentes al Código Alimentario Argentino (CAA): la mayoría de los alimentos que necesitan frío para su conservación estaban fuera de las heladeras; a centímetros de los alimentos había cestos de basura y artículos de limpieza; la mayoría de los alimentos no se encontraban protegidos de la contaminación (vitrinas, campanas) sino al alcance del aliento, saliva, tos o roce de la ropa de vendedores y consumidores. Además, la limpieza de los uniformes obligatorios de los vendedores dejaba demasiado que desear.

Una publicación de ADELCO (Asociación de Defensa del Consumidor) indicaba lo siguiente sobre productos sujetos a evaluación: los niveles de grasa de varios tipos de leche fluida estaban por debajo de lo reglamentado por el Código Alimentario Argentino; el test comparativo de conservas de frutas arrojó irregularidades en cuanto a peso, consistencia, regularidad y líquido de gobierno fijados por el CAA, en casi todas las marcas analizadas.

En el caso de la ciudad de Buenos Aires, dos laboratorios privados contratados por la Municipalidad realizaron entre el 20 de enero y 26 de febrero de 1.993 el análisis de una muestra de alimentos encontrando que sobre casi 2.000 muestras de comida analizada, 399 (esto es el 20%) estaban en mal estado. Los problemas más comunes registrados fueron la presencia de bacterias, hongos y levaduras en valores superiores a los permitidos y envases hinchados y alterados. Muchos de los productos en mal estado se detectaron en supermercados importantes y en negocios de pleno centro de la ciudad.

Hasta ahora me he referido exclusivamente a las violaciones de normas legales, pero también es posible encontrar otro tipo de transgresiones que podríamos definir como violaciones a reglas de convivencia civilizadas. Más precisamente me refiero a que muchas costumbres están al margen u opuestas a determinados patrones de comportamiento a los que se atribuye el carácter de ético o civilizado.

Un caso ilustrativo es arrojar basura a la vía pública o permitir que animales domésticos ensucien las calles de la ciudad. También, tocar agresivamente la bocina del automóvil sobre peatones u otros automovilistas o no permitir el descenso de pasajeros de transportes colectivos por la premura para ascender a ellos. No se trata, en este caso, de un problema de “falta de educación”, es decir un fenómeno asociado con bajos niveles de escolaridad, ya que esto también sucede, y quizás con más frecuencia, en las zonas habitadas por personas de alta calificación educativa.

El comportamiento de los argentinos en los baños públicos es otro ejemplo patético de la falta de solidaridad, civilidad en la convivencia y desprecio por lo público. Una nota periodística advertía que circule por la ciudad de Buenos Aires puede advertir en sus baños públicos, hábitos similares a algunos países africanos o del sudeste asiático con escasísima cultura de higiene personal. Un estudio en 17 restaurantes de mediana categoría dio como resultado que 90% de los mismos tenía condiciones pésimas de mantenimiento y no resistían una mínima inspección municipal. Mientras tanto, los propietarios gastronómicos sostenían los esfuerzos para mejorar las instalaciones sanitarias no se veían recompensados por la actitud de la gente.

La solidaridad suele entrar en acción cuando se trata de enviar ropa o alimentos a las víctimas de una inundación u otra emergencia, pero es un concepto difícil de asociar al respecto por el otro cuando cruza la calle, cuando desciende de un medio de transporte o cuando se utiliza un baño público.

Los niveles de sensibilidad de la sociedad al fenómeno transgresor son escasos. Así, el gravísimo delito de un falso diputado votando leyes de la Nación en el recinto de la Cámara de Diputados fue caracterizado por sectores de la prensa como una “picardía” del oficialismo a quien esto favorecía. Mario Fendrich, un cajero del Banco Nación desapareció con 3.000.000 de dólares en 1.994 y una encuesta determinó que un tercio de los varones encuestados consideraban como simpático al personaje. No son pocos los que defienden a los propios aún cuando hayan transgredido la ley. Un noticiero televisivo mostraba cómo simpatizantes de un club de fútbol defendían a otros “hinchas” que habían llegado al extremo de asesinar a seguidores de otro club.

En definitiva, no es infrecuente que se confunda delito con picardía o “avivada”. Es obvio que en el país muchas prácticas están inspiradas en códigos que no responden a la universalidad que pretenden las normas jurídicas sino que se encuentran basadas en relaciones clientelísticas, de amistad o familiares. Esto es, predomina la convicción de que esta forma de micro-solidaridad posen un valor máximo y el desprecio por las normas de contenido universalista. Como esta situación particularista está muy arraigada en la Argentina y el universo de la ley positiva no tiene relación con el universo de las costumbres, los comportamientos ilegales no generan actitudes de rechazo explícito, ya sea porque se acepta que la ley “se acara pero no se cumple”, o por el temor al bochorno, a la represalia o a la probabilidad de impunidad en caso de denunciar la ilegalidad. El “No te metás” es una frase popular que sintetiza entre otras cosas, la poca disposición ciudadana a demandar en cualquier circunstancia el cumplimiento de las normas existentes.

  1. DURKHEIM Y LA ANOMIA

La existencia de un extenso dominio de la conducta social que transgrede normas legalmente sancionadas y de costumbres no inspiradas en valores deseables para una sociedad civilizada permiten diagnosticar que la sociedad argentina se encuentra seriamente afectada por una situación de anomia.

El concepto de anomia fue extensamente elaborado por Emilio Durkheim. Para este autor la solidaridad se expresa a través de la interacción social y por ende a mayor solidaridad, mayor interacción y ésta a su vez se encuentra asociada con el número de normas que la regulan. Por carácter transitivo, a mayor volumen de derecho positivo mayor solidaridad social.

Durkheim distingue dos tipos de solidaridades. La primera forma de solidaridad es la mecánica. Las normas sociales que representan la conciencia colectiva se imponen sobre los individuos y se expresan en el derecho positivo, específicamente en normas de carácter represivo que imponen dolor o disminución al individuo. La solidaridad mecánica llega a su maximun cuando la conciencia colectiva cubre exactamente la conciencia individual y, en ese momento, la individualidad es nula.

Por otro lado, la solidaridad orgánica es aquella basada en la división del trabajo y surge de la conciencia sobre la fragilidad que impone la mutua dependencia. A diferencia de la solidaridad mecánica, que es tanto más fuerte mientras mayor coincidencia existe entre la conciencia colectiva (expresada en el derecho) y la conciencia individual, la solidaridad orgánica precisa de márgenes de autonomía para la conducta individual. Ciertamente, mientras mayor sea esta autonomía, mientras más marcada la individualidad, mientras más especializada la parte, más necesaria se toma la mutua dependencia.

Las sociedades combinan ambos tipos de solidaridades. Las normas penales expresan la existencia de solidaridad mecánica. Durkheim afirmará que una medida de la existencia de solidaridad mecánica es el volumen del derecho penal en el conjunto del derecho existente en una sociedad: a mayor número de ese tipo de normas, mayor es la solidaridad mecánica y más extendida la moral común. La solidaridad orgánica, por el contrario, produce normas jurídicas reparadoras o restitutivas, cuyo propósito es restablecer las relaciones perturbadas de su forma normal (por ejemplo, el derecho civil y comercial)

Pero la división del trabajo puede generar fenómenos centrífugos donde las partes no poseen conciencia de la necesidad de cooperación generando desorganización y conflicto. Por ello, si bien la división del trabajo genera solidaridad, para Durkheim existen casos desviados como el del conflicto protagonizado por el capital y el trabajo. Para evitar los casos desviados las partes deben estar en intercambio permanente, expuestas unas a otras, con el objeto de relevar la dependencia mutua y este intercambio debe estar sujeto a reglamentación. Cuando la asociación que se produce en el contexto de la división del trabajo no se realiza en forma regulada, cuando existe desorganización, se genera el fenómeno de anomia con efectos desintegradores sobre las relaciones sociales.

Para el autor, esta anomia es común en el mundo de la industria y el comercio dominado por “apetitos que no suelen encontrar límites”. En esta situación no se sabe lo que es posible y lo que no lo es. En este caso la anomia se ve reforzada porque las pasiones son débilmente disciplinadas en un momento donde deberían ser fuertemente contenidas. De este modo, el mercado sin regulación estatal es para Durkheim una importante fuente de anomia.

En conclusión, el concepto de anomia se refiere fundamentalmente a la ausencia de reglas que medien la relación de las diversas partes de una sociedad. La disrupción que produce una etapa de transición en la sociedad es una causa de anomia: el viejo orden que se abandona y el nuevo que aún no cobra entera vigencia, dan lugar a una situación de confusión normativa, ausencia de parámetros de comportamiento. Por esta razón, la anomia no significa sólo y literalmente falta de normas que regulen entre las partes del todo social, sino que también puede implicar al cese de vigencia de las normas tradicionales y la no puesta en vigencia aún del nuevo mundo normativo.

La anomia refleja esencialmente problemas de integración social. Esto es analizado por Durkheim en su estudio sobre el suicidio. El estudio varía en razón inversa del grado de integración del individuo a la sociedad religiosa, doméstica y política. Cuanto más débiles estos grupos, el individuo dependerá menos de ellos y afirmará más su individualidad. Si esto se lleva a un extremo surge el egoísmo que es un generador principal de suicidio. Durkheim afirmará que si el lazo con la vida se debilita es porque se han debilitado los lazos con la sociedad.

Pero así como una individuación excesiva puede conducir al suicidio, también se puede llegar a él por una deficiencia de individuación. De esta forma, encontramos el suicidio altruista o aquel derivado de un altísimo grado de integración social: el esposo que se quita la vida por la muerte del otro refleja un altísimo nivel de integración de la sociedad conyugal, o el suicidio de alguien por haber cometido un delito indica un alto nivel de integración social dominada por el tipo de solidaridad mecánica.

El suicidio anónimo es un tipo de suicidio egoísta e implica que el individuo no se siente contenido por la sociedad a la que pertenece. El relajamiento del “animo societatis” es función de la debilidad de la estructura normativa de la sociedad. En consecuencia, el individualismo es un poderoso factor causante de suicidio. Este factor explicaría según el autor su observación de que la tasa de suicidio entre protestantes (más librepensadores e individualistas) es mayor que la de los católicos más fuertemente integrados a normas.

La propuesta durkheimiana será coherente con el diagnóstico. Sólo la ley proveniente de una autoridad aceptada puede contener el exceso de individuación y la anomia consecuente, capaces de conducir al suicidio. Es necesario disciplinar las pasiones a través de la ley. La anomia que produce el divorcio en la sociedad conyugal sólo puede ser combatida haciendo indisoluble el vínculo matrimonial. Rousseau y el hacer a los hombres libres aún en contra de su voluntad a través de la ley, aparece revoloteando sobre Durkheim.

Las costumbres que no están inspiradas en civilidad, cooperación o solidaridad y que pueden ser percibidas en amplia escala en la sociedad argentina están claramente relacionadas al concepto durkheimiano de anomia. Ellas expresan problemas de integración, falta de solidaridad, desorganización, inconciencia sobre las ventajas de la cooperación, individualismo extremo. Esto es en definitiva ausencia de solidaridad orgánica e indica la ausencia de percepción de las ventajas de la mutua dependencia.

Pero también es notorio el tipo de anomia que surge de la ausencia de solidaridad mecánica. El yo colectivo que debería estar expresado en las normas legales no logra imponerse sobre las individuales y el resultado es la transgresión del derecho positivo.

En realidad en la Argentina sucede algo que Durkheim define como poco probable. Las costumbres son, para este autor, la base del derecho; éste representa una formalización de regularidades de conducta previas que a su vez expresan la moral común. No es concebible entonces que exista contradicción entre el derecho y costumbres, salvo en circunstancias excepcionales.

La costumbre de violar el derecho positivo existente en el país es precisamente la situación excepcional señalada por Durkheim y por esta razón el concepto de anomia no se refiere sólo a una situación de ausencia o debilidad de la solidaridad orgánica sino también remite a una situación donde en forma masiva y sistemática se violan las normas jurídicas existentes, esto es ausencia de solidaridad mecánica, develando que no es una moral común la fuente de surgimiento del derecho.

Es más, la transgresión no es percibida como tal y por ende no es transgresión. Para Durkheim el crimen implica un acto universalmente reprobado por los miembros de una sociedad. Un acto criminal ofende los estados fuertes y definidos de la conciencia colectiva. No se reprueba porque es un crimen, es un crimen porque recibe una reprobación generalizada.

El concepto de anomia adquiere entonces una connotación que lo aproxima al concepto de Delincuencia Masiva e introduce la posibilidad, contemplada por Durkheim, de que las costumbres pueden contradecir el derecho no sólo en periodos transicionales sino también cuando las normas jurídicas son percibidas como la imposición de una voluntad extraña; normas que no están basadas en costumbres sino que por el contrario intentan establecer costumbres.

La existencia de un Estado generador de reglas jurídicas que intentan imponerse a la sociedad y que no se basan en costumbres es algo de difícil asimilación en el esquema conceptual durkheimiano, donde la imposición o la dominación no poseen un lugar predominante para explicar el surgimiento del derecho. Para Durkheim, la primera y principal función del “poder director” (gobierno) es hacer respetar las creencias, las tradiciones comunes, la conciencia común contra los enemigos externos e internos. No se concibe, por lo tanto, que el derecho sea expresión de una dominación rechazada por los dominados.

No obstante, el autor también contempla la posibilidad de que aquello suceda, al afirmar que la coacción sólo comienza cuando las reglas dejan de corresponder a la “verdadera naturaleza de las cosas” y en consecuencia dejan de basarse en las costumbres y se mantienen por la fuerza. También afirmará que la división del trabajo produce solidaridad sólo si es espontánea.

Concluyendo, las dos versiones del concepto de anomia tienen vigencia en la Argentina.

En primer lugar, la anomia puede ser entendida como falta de concordancia y la moral individual. Esta ausencia de solidaridad mecánica en términos durkheimianos explica el alto nivel de transgresión de las normas legales. Frente a esta situación quedan abiertas las puertas para interrogar hasta qué punto el derecho, más que una expresión de la moral común es un producto de la coacción del Estado sobre los individuos y resistido por una transgresión no asumida como tal por los individuos.

En segundo lugar, y en relación con la solidaridad orgánica, la anomia argentina también se expresa en la incapacidad de sus partes para cooperar. De esta manera, la amplia difusión de costumbres no civilizadas, de exacerbado individualismo, puede estar reflejando tanto las dificultades para practicar la cooperación que exigen las sociedades complejas como la existencia de “pasiones no sujetas a límite alguno”, tal como diría Durkheim.

Así, mientras la anomia relacionada a la solidaridad mecánica implica falta de aceptación de las normas, la anomia vinculada a la solidaridad orgánica implica incapacidad de cooperar. Ambas anomias expresan entonces un intenso problema de integración de la sociedad argentina.

  1. DEBILIDAD DEL ESTADO

La debilidad del Estado para fiscalizar y sancionar es uno de los núcleos causales de mayor poder explicativo para dar cuenta de la situación de anomia descripta.

El “ancho” Estado argentino de las últimas décadas fue simultáneamente poco “profundo”; es decir, ocupó un gran espacio como productor de bienes o proveedor de servicios pero resultó bastante inepto en cuanto a la capacidad de fiscalización de sus burocracias y de sanción de las instituciones judiciales, facilitando de esta forma el comportamiento anómico. Esta especie de anemia estatal fue generada por la virtual destrucción de la profesión de servidor público, de su estatus y su mística como consecuencia de irrisorios salarios y ausencia de incentivos al esfuerzo y la capacidad. Pero además el Estado contaba en la mayoría de sus áreas con sistemas de informaciones rudimentarios, tecnología primitiva, procedimientos obsoletos. Obviamente, con estas características no estaba en condiciones de conducir, regular, fiscalizar, sancionar. El fiscalizado poseía más poder que el fiscalizador, base misma de la impunidad.

A. La incapacidad regulatoria del Estado

La disminución de la extensión del Estado operada en los últimos tiempos no parece haber estado acompañada por un aumento de su capacidad de regulación. Esto se advierte en la mayoría de las instituciones que deben ejercer un rol regulador. Por ejemplo, si se analizan las instituciones que deberían controlar la calidad de alimentos o medicamentos puede encontrarse lo siguiente:

Un caso trágico mostró el extremo al que puede llegar la incapacidad del Estado para ejercer una tarea de fiscalización. Veintiséis personas murieron a comienzos de 1.993 por consumir vinos contaminados con alcohol metílico, elemento que en ciertas dosis, provoca daños irreversibles en el sistema nervioso causando la muerte. El Instituto Nacional de Vitivinicultura es el órgano estatal encargado de controlar las partidas de vino que son enviadas al mercado. Las partidas de vino envenenadas tenían las estampillas fiscales que indicaban la autorización del INV para comercializarse. En un primer momento, el presidente del INV sostuvo en conferencia de prensa que la adulteración se había producido en la etapa de comercialización y no de producción, pero poco después informó que las vasijas de fermentación contenían aquel alcohol y que los análisis que indicaban la aptitud del vino para consumo habían sido fraguados.

Durante 1.992 la prensa recogió denuncias y cubrió procedimientos realizados por la justicia en diversas localidades del Gran Buenos Aires donde se comprobó el mal estado de alimentos y bebidas. Es importante recalcar que estos procedimientos fueron llevados a cabo por la justicia y no por los órganos de regulación y control pertinentes.

En muchos casos los entes reguladores se constituyeron a posteriori de las privatizaciones. La Comisión Nacional de Telecomunicaciones se creó un año después de la privatización de ENTEL; el Ente Nacional Regulador de la Electricidad se constituyó 15 meses más tarde y el del Gas tres meses con posterioridad a la privatización. Otros entes estaban en proceso de formación tales como la Comisión Reguladora del Transporte Automotor o la Dirección de Control de Servicios Agropecuarios.

La ausencia de fiscalización es sin duda un factor central de la anomia que caracteriza al tránsito automotor. Medidas drásticas dictadas en 1.993 como respuesta a trágicos accidentes simplemente son objeto de escaso control por parte de la policía de tránsito. No es infrecuente observar que se cometan transgresiones en las narices mismas de estos policías sin que exista reacción alguna de éstos. Por falta de fiscalización, entonces, las medidas destinadas a elevar la protección en el tránsito continúan sin cumplirse.

Un caso que ilustra la incapacidad regulatoria estatal es el área de control de alimentos de Capital Federal. Los dos laboratorios existentes, uno microbiológico y otro físico-químico estaban en 1.993 virtualmente desmantelados y contaban sólo con 16 personas. Además de esto la Municipalidad contaba con 30 inspectores y 24 becarios (estudiantes de Farmacia y Bioquímica, Ciencias Veterinarias y de Tecnologías de Alimentos) en aprendizajes y esto constituía todo el personal del que disponía para ejercer control bromatológico. Los inspectores ganaban entre 600 y 800 pesos y muchos de ellos estaban realizando sus trámites jubilatorios. De acuerdo con una entrevista a funcionarios del área, el plantel se redujo en un 50% en los 5 años anteriores. Dicho funcionario estimaba que con el cuerpo de inspectores era imposible ejercer un control aunque fuese anual de los establecimientos fabriles y comerciales de la Capital Federal.

Una visita realizada en aquel año a las oficinas de control bromatológico demostraba que se trabajaba en condiciones precarias. No existía una sola computadora, había mala iluminación y mobiliario deficiente. En los laboratorios la situación no era mejor: faltaban jeringas, algodón, medios de cultivo y había desperfectos en varios equipos; el autoclave para esterilización hacía dos años que no funcionaba.

Dos años después, la situación parecía no haber mejorado. Cuarenta inspectores tenían a su cargo el control bromatológico de alrededor de 150.000 bocas de expendio existentes en la Capital Federal. El Ombudsman, sostenía que el “Código Alimentario es una ley nacional que no se cumple. Su aplicación en la ciudad depende de la municipalidad, pero Bromatología no existe en términos de recursos, de cantidad de personas y de capacitación. De esta forma, la suerte de la población parece estar en manos exclusivamente de la conciencia de fabricantes y vendedores y en esto no es posible ser optimistas dado el fenómeno anómico descrito anteriormente.

El Instituto Nacional de Obras Sociales (INOS) primero, y la Administración Nacional de Servicios de Salud (ANSSAL) después, demostraron total ineptitud para el control de los servicios médicos brindados por las obras sociales o por los prestadores privados, subcontratados a tal fin por las obras sociales. De esta forma, conocidas y masivas maniobras de sobrefacturación pudieron tener lugar sin que el organismo de control tomara cartas en el asunto y lo mismo puede ser afirmado con relación a la calidad de las prestaciones recibidas por los afiliados. Está aún por verse la capacidad regulatoria de la flamante Superintendencia de AFJP; sin embargo, los comienzos no son halagüeños debido a que en el mismo momento de lanzamiento del nuevos sistema, varias AFJP violaban en su publicidad la norma que impedía hacer referencia a las instituciones bancarias que las respaldaban.

El caso de la DGI es particularmente importante, demostrando que frente a la necesidad de equilibrar las cuentas fiscales, el Estado puede montar equipos de trabajo, recursos informáticos y campañas publicitarias que se han traducido en un importante incremento de los ingresos públicos. Este organismo tuvo un fuerte incremento de personal y cuenta hoy con más de 16.000 empleados en todo el país. Se han modernizado los equipamientos y programas informáticos y de esta manera se está en condiciones de cruzar la información de los mayores contribuyentes menores. El organismo realizó un promedio de 72 clausuras diarias de establecimientos en 1.993, contra 39 en 1.992 y sólo 4 en 1.991.

La DGI tomó a su cargo el control de la recaudación previsional antes en manos de la Dirección General de Recaudación Previsional. De tal manera también puede cruzar información tributaria con previsional y de este modo ejercer un mejor control sobre la evasión. La DGI tiene hoy 3.500 inspectores en el país que cobran un promedio de 1.300 pesos. Logró desarrollar un grupo de inspectores especial, “los intocables”, para ejercer control sobre los mayores contribuyentes. El presupuesto del organismo era en 1.992 del orden de los 420 millones de pesos.

Desafortunadamente no abundan las áreas donde el Estado actúa como agente fiscalizador, con la eficiencia que parece caracterizar a la DGI.

B. Justicia: ineficiencia e impunidad

El fenómeno de la impunidad está indudablemente generalizado. En 1.989 se cometieron 658.560 delitos que contaron con intervención policial, con 243.294 inculpados conocidos que terminaron en 15.559 sentencias condenatorias. En otras palabras, sólo un 2,5% de los delitos cometidos fueron castigados. De los imputados, el 71% sólo poseían educación primaria, el 13% no la había completado y el 3% eran analfabetos. Esto contrasta notoriamente con la situación norteamericana donde en 1.990 sobre más de 13 millones de delitos conocidos, el 21% fueron aclarados con arresto del imputado y este porcentaje se elevaba al 45% de los delitos violentos, 67% de los homicidios y 57% de los asaltos agravados. De esta manera, es nuestro país el castigo llegaba en baja proporción y además sobre los sectores más pobres.

Esta situación no se limitaba a ese año especialmente crítico por el episodio hiperinflacionario. Analizando la información oficial, es posible concluir que los hechos delictuosos con intervención policial (es decir, no todos los delitos cometidos ya que muchos no llegan a ser denunciados policialmente) oscilaron entre 500.000 y 650.000 anuales en el período 1.987-1.993. En este mismo período las sentencias condenatorias anuales variaban entre 15.000 y 19.000. Surge con particular claridad la enorme desproporción entre delito y condena.

De las multas de tránsito realizadas en la Capital Federal en 1994, sólo se pagaba el 25%. El resto no se pagaba, entre otras razones, porque los infractores especulan con la prescripción. Como son muchas más las multas que se labran que las que se cobran, la Justicia de Faltas lleva acumuladas más de 2.000.000 de multas. En general, pasan unos 4 meses hasta que el infractor es llamado a declarar y si aduce que no tiene dinero simplemente no paga; debería cumplir arresto pero como es impracticable por falta de lugares donde cumplirlo la norma no se cumple.

Mientras tanto abundaron los casos “famosos” donde la Justicia reveló incapacidad. Un rastreo periodístico de los últimos años permite ilustrar esta afirmación: casos como los de María Soledad Morales, Jimena Hernández, Amira Yoma, Adrián Ghio, “Bambino” Veira, Savignon Belgrano, Ingeniero Santos son algunos de los que introducen seriamente la noción de impunidad debido a la ausencia de sanción o sanciones extremadamente leves. En el caso de Ghio, por ejemplo, el actor fue atropellado y muerto por un vehículo policial en mayo de 1991. La jueza interviniente cerró el caso un año después sin que se determinaran culpabilidades. Inmediatamente la Cámara del Crimen ordenó continuar el proceso. Los policías inculpados, no obstante, seguían libres y sin condena.

Casos judiciales involucrando a Gerardo Sofovich, Miguel Angel Bicho, Jorge Triacca, Carlos Spadone y María Julia Alsogaray tienen en común que la mayoría de los jueces y fiscales federales que comenzaron la investigación en estas causas fueron promovidos. De esta manera, debe esperarse que nuevos jueces sean asignados y estudien centenas de páginas para recién continuar el proceso. Ello permite alcanzar el tiempo de prescripción de la causa e implica una fórmula legal de burlar la ley.

Además de las dificultades para encontrar culpables cuando el delito es cometido por quien tiene alguna cuota de poder, la justicia posee serios problemas de eficiencia. La oralidad en los juicios fue recientemente introducida para, entre otros fines, acelerar la duración de los juicios. El nuevo código procesal ha implicado en los juzgados correccionales un incremento notable de la competencia y por ende del número de causas tramitadas. Un juzgado que hasta septiembre de 1992 tramitaba 900 causas, pasó seis meses más tarde a administrar alrededor de 7.200 causas. En el fuero criminal sólo se habían constituido 2 de los 30 tribunales previstos y de 456 causas ingresadas en los primeros meses de funcionamiento sólo 34 habían sido llevadas a debate.

La oralidad en los juicios tal como se la ha implementado, brinda posibilidades a la impunidad ya que tanto en los juzgados correccionales como criminales los jueces dan prioridad a aquellas causas que involucran personas en prisión. De esta manera, muchos abogados defensores en causas sin presos optaron por la oralidad simplemente especulando con obtener la prescripción de la misma y, mientras tanto, expedientes sobre delitos económicos quedan atrás en la fila de causas. De este modo, una estrategia deficiente para lidiar con este problema termina generando impunidad.

Otra señal alarmante de ineficiencia es la alta proporción de encarcelados que no han recibido sentencia. Efectivamente, de un total de 5.150 personas alojadas en cárceles en 1992, unas 2.900 estaban procesadas. En otras palabras, más del 60% de los encarcelados no habían sido declarados culpables del delito por el que se los acusaba. Y esta situación se mantenía sin cambios a lo largo del tiempo ya que desde 1980 hasta 1992 la proporción de procesados encarcelados era mayor que la de condenados.

En 1992, de las 226.000 causas que entraron a los tribunales penales de la provincia de Buenos Aires, sólo 11.000 tuvieron sentencia. Los jueces argumentaran que las condiciones de trabajo son caóticas: edificios en ruinas, falta de elementos y tecnología, etcétera.

Sobre las condiciones de infraestructura y recursos humanos de la justicia es difícil juzgar su grado de accesibilidad. Es necesario investigar con cierta profundidad la racionalidad en el aprovechamiento del espacio disponible, los niveles de modernización (informatización) de la labor judicial, el número y calificación de los recursos humanos del sector, el tiempo real de trabajo y los niveles de remuneración de los mismos. Seguramente se encontrará que existe falta de medios, pero también aparecerán los problemas de ineficiencia de prácticas y utilización de recursos.

Un estudio de FIEL sobre la justicia argentina, que la comparaba en su estructura y funcionamiento con la justicia española y norteamericana, llegaba a las siguientes conclusiones:

El grado de litigiosidad de la Argentina medido por el indicador causas nuevas por 100.000 habitantes es un tercio del que existe en los Estados Unidos y la mitad del sistema español. El número de causas de primera instancia por juez es aproximadamente 50% superior en los dos países en relación a la Argentina.

La cantidad de empleados de apoyo por juez excede en más del 50% a la misma relación en los otros países y el presupuesto medido como porcentaje del PBI es el doble en nuestro país. Los empleados judiciales trabajan 132 jornadas en el año versus las 231 que trabaja el sector privado y las 164 en la Administración del Gobierno Nacional.

Funcionamiento desarticulado, falta de voluntad para investigar, ausencia de equipos técnicos, lenta, burocrática, sin dinámica son algunas de las características atribuidas a la Justicia por parte de miembros del poder judicial y legislativo entrevistados.

Los juicios contra el Estado, generalmente perdidos por éste, son otro reflejo de la debilidad de la justicia. Ya sea la venalidad de los demandantes y sus abogados como de los jueces, esto ha significado enormes gastos al fisco. El caso del juez Nicosia es paradigmático. Este juez sancionó indemnizaciones exorbitantes a personas que habían tenido lesiones leves en un incidente de ferrocarril. El perjuicio para el Estado fue evaluado en 70.000 millones de dólares y terminó en el juicio político al juez y su destitución. Este fue probablemente el caso más extremo de corrupción judicial y terminó siendo sancionado pero ciertamente las maniobras de este tipo fueron frecuentes y no existieron otros sancionados.

La imagen de la Justicia ha sufrido un fuerte deterioro. Una encuesta realizada a fines de 1992 indicaba que sólo un 5% de los entrevistados creía que la justicia era independiente.

  1. ELITE ARBITRARIA, DEMOCRATIZACIÓN Y LEGALIDAD ILEGÍTIMA

La anomia o la masividad de las transgresiones no puede ser comprendida sólo a través de la debilidad estatal, sino también por otras claves que proporciona la sociedad argentina. La baja valoración de lo legal y el pesimismo sobre la eficacia de la justicia están ampliamente difundidos en la sociedad constituyendo un fenómeno cultural imposible de despreciar en el entendimiento de la anomia nacional.

En otras palabras, y en términos durkheimianos, no es sólo que el “poder director” no vela o no está en condiciones de velar por la “moral común” sino que está en discusión la noción de una moral común expresada en el derecho positivo, hecho que Durkheim intentará explicar como consecuencia de leyes que se basan en la coacción y en consecuencia no representan la “verdadera naturaleza de las cosas”, esto es, no expresan espontáneamente las costumbres.

La responsabilidad fundamental de esta situación descansa en la arbitrariedad con la que las clases dirigentes han creado y utilizado la ley para su propio provecho o no han vacilado en despreciarla abiertamente, esto es violarla, cuando ha sido un obstáculo a sus intereses, sin ningún pudor u ocultamiento, y resultando esta violación en falta de sanción o impunidad.

Si un notorio dirigente sindical es capaz de declarar públicamente que su dinero no lo hizo trabajando sin que esta actitud ocasionase un castigo, o el propio presidente de la República toma como una picardía conducir un automóvil por el centro de la capital a velocidades superiores a las permitidas, es obvio que el ejemplo no es precisamente edificante. Un artículo periodístico revelaba que los conductores de automóviles con patentes oficiales eran quienes en mayor medida violaban las normas de tránsito. Pero más allá de éstas y otras transgresiones que ejemplificaremos a continuación, las elites argentinas no han tenido mayores escrúpulos para mostrar abiertamente de qué manera sus intereses particulares están alimentando la sanción de normas legales.

Quizás el proceso de la reciente reforma constitucional sea un ejemplo más evidente de que un proceso de reforma de las reglas de juego básicas de la sociedad es llevado a cabo para satisfacer en primerísimo lugar el deseo reeleccionario del presidente de la República. Ni siquiera queda el pudor de renunciar a la postulación para un segundo mandato porque la reelección es propuesta para mejorar significativamente el marco institucional del país. Pero la fiebre reeleccionaria no se reduce a la máxima autoridad política, también un conjunto de gobernadores que querían, pero no podían ser reelegidos por disposición de las constituciones provinciales, llevaron a cabo todo tipo de presiones para que la reforma constitucional nacional, que no puede alterar las constituciones provinciales, les concediera las chances de reelección.

Entre personajes de alta visibilidad social que violan las leyes y los que pretenden que se sancionen otras que atiendan sus intereses particulares, y todo ello en un contexto de despreocupación por lo que la ciudadanía pueda pensar sobre ello, se ha posibilitado generar la imagen de que el respeto a la ley no es un valor social demasiado preciado por sus dirigentes.

Un ejemplo es el “amiguismo” entre los de mayor poder. Cualquiera puede observar que en el aeropuerto internacional de la ciudad de Buenos Aires abundan los funcionarios que llaman por sus nombres a los pasajeros que van descendiendo y dicha familiaridad se traduce en favores de trámites más acelerados para el ingreso al país y “vista gorda” para productos que traen consigo y que de otra forma deberían pagar aranceles aduaneros.

Una de las consecuencias de este fenómeno es la ilegitimidad que tiñe a la ley y que aparece reflejada en cierta literatura. El carácter de héroe de Martín Fierro o de otros personajes de la literatura gauchesca deriva en buena parte de su enfrentamiento con una ley, una policía y una justicia que son percibidas como injustas.

Esteban Echeverría sostenía: “se ha proclamado la ley y ha reinado la desigualdad más espantosa; se ha gritado la libertad y ella ha existido para un cierto número; se han dictado leyes y estas sólo han protegido al poderoso. Para los pobres no se han hecho leyes, ni justicia, ni libertades individuales, sino violencia, sable, persecuciones injustas. Ellos han estado siempre fuera de la ley”

Algunos autores como Mafud creen ver en el contrabando practicado a gran escala durante el período colonial la raíz central de una tendencia al delito que habría contaminado tanto a los altos funcionarios como a los esclavos, produciendo que “tanto en la ciudad como en la campaña, los habitantes comenzaran a educarse en el desprecio de la ley y la justicia”. Aún más, habría sido generalizada la poca preocupación de los conquistadores por atarse al esquema legal de la metrópolis. La arbitrariedad habría sido una constante de la América hispánica.

Más allá de la justeza de estas afirmaciones, debe tenerse en cuenta que el país sólo adoptará reglas de juego básicas reflejadas en la sanción de una constitución, cuarenta años después de su independencia y luego de haber soportado un dramático período de guerras civiles y anarquía. No obstante, la vocación por respetar dichas reglas básicas no fue demasiado pronunciada. Ello será evidente durante este siglo, ya que visiblemente las elites darán pruebas de su desprecio por las reglas de juego instituidas: el fraude electoral sistemático, el golpe de estado de 1930, la constitución de 1949, los golpes militares de 1966 y 1976, las características del terrorismo de Estado, etcétera son sólo las formas más extremas de violación de las reglas de convivencia de una sociedad. No sería difícil citar centenas de otros tipos de transgresiones cometidas por quienes poseen poder económico, político o social.

Como ejemplos pueden señalarse que dirigentes políticos acudan a colocar un falso diputado a votar leyes de la Nación, o los contratos firmados por la Comisión Municipal de Vivienda de la Capital Federal en 1993 para construcción de viviendas donde se comprobaron sobreprecios de hasta 250%, cláusulas ilegales y variaciones de costo prohibidos en la Ley de Convertibilidad. También las autorizaciones otorgadas por el municipio para la realización de obras violatorias del Código de Planeamiento Urbano y la posterior desaparición del plano maestro de la ciudad como prueba de dicha violación.

La recurrencia sistemática a las moratorias impositivas y previsionales con el objetivo de resolver problemas financieros de coyuntura o utilizar indultos o amnistías para quienes fueron castigados por la justicia es una de las formas a través de las cuales las elites diseminan el poco valor que posee cumplir las normas, o en todo caso lo poco problemático que es violarlas.

Finalmente, el extremo de miembros de la Corte Suprema de Justicia cometiendo irregularidades (¿delitos?) en el ejercicio de sus funciones. En septiembre de 1993, ministros de la Corte denunciaron ante el presidente del Cuerpo la sustitución de un fallo ya protocolizado en el libro de sentencias de la Corte y que era contrario al Banco Central, por otro fallo que le era favorable, inicialado por otros miembros del tribunal supremo. Así, mediante supresión de documento público y el intento de reemplazarlo por uno nuevo, como si el anterior no hubiese existido, se pretendía alterar el resultado de un pleito definitivamente resuelto. Hasta hoy, no hay sanciones por este hecho.

El fenómeno transgresor de las elites arriba expuesto ha sido algo relativamente común en toda América Latina. La existencia de elites transgresoras no es un patrimonio nacional, pero existe un fenómeno bastante particular que afectó a la sociedad argentina y que combinado con la existencia de elites transgresoras generó procesos que potenciaron el fenómeno de la anomia. En primer lugar, la existencia de un fuerte movimiento anarquista que cuestionó fuertemente la legalidad dominante a fines del siglo pasado y comienzos del actual. El anarquismo como el anarco-sindicalismo tuvieron fuerte prédica sobre un sector importante de los trabajadores básicamente de la Capital Federal.

Pero sin duda, el fenómeno peronista fue el más significativo para explicar la difusión de la anomia. Efectivamente, Perón significó la valorización social de los sectores socialmente subordinados cuestionando fuertemente, en el discurso, a las clases dirigentes argentinas. En última instancia, impulsó un extraordinario proceso democratizador a nivel cultural. En la sociedad argentina no había ya lugar para el clasismo ni la discriminación por el origen social: un “cabecita negra” era tan ciudadano como cualquier habitante de la Recoleta. Aún cuando la democratización no se tradujo en el fomento de la organización y la participación social, sino más bien en la protección e intermediación estatal junto a la desmovilización social, de cualquier manera, se habían echado las bases para contestar la legitimidad de la legalidad dominante.

Pero este cuestionamiento, al no contar con un proyecto alternativo superador, no pudo generar una nueva hegemonía. Se destruyó la hegemonía pero no se reconstruyó otra. Como consecuencia, la contestación se dio en el terreno del ojo por ojo, diente por diente. No a través de la refundación de una nueva moral sino mediante la utilización de las mismas armas de los poderosos. Arbitrariedad contra arbitrariedad, violación contra violación. A un despido arbitrario, el sabotaje, etcétera.

Una encuesta arrojó como resultado que el 25% de los entrevistados manifestó que está justificado no pagar impuestos porque los funcionarios se roban el dinero, el 14% porque los servicios son malos y el 21% porque eran muy altos.

De este modo, la ley aparece interpretada como expresión compulsiva de voluntades ajenas y hostiles a la propia; así se allana el camino para que el delito no sea reconocido como tal e incluso sea justificado o rotulado como “avivada”. Cuando se borran las fronteras entre “avivada” y delito, una sociedad se encuentra en aprietos. La desvalorización de la norma acaba sirviendo de fundamento para una especie de “todo vale” en la conducta social: desde la presión hasta el soborno y la violencia física. En este juego gana el más fuerte.

5. FRAGMENTACIÓN SOCIAL, CRISIS HEGEMÓNICA E INDIVIDUALISMO

Un intento para dar cuenta de la crisis y estancamiento que la sociedad argentina ha experimentado en las últimas décadas explicita el concepto de “empate” para expresar la incapacidad que poseen las diversas fuerzas sociales y políticas para que su proyecto pueda subordinar las intereses que se le oponen. Este empate estaría, entonces, en la raíz de las idas y vueltas de la sociedad, ya que los principales actores sociales no pueden “torcerse el brazo”. La consecuencia de ello es la vigencia de un proceso que impide avanzar en una determinada dirección en forma sostenida.

Pero como la idea de empate implica la existencia de básicamente dos contendores, al ser extendido al terreno de la dinámica social puede llegar a sugerir que están en juego dos proyectos que amalgaman cada uno de ellos diversas fuerzas sociales. Una interpretación de este tipo sería errónea: no se trata de dos proyectos luchando por imponer hegemonía a la sociedad. Se trata mas bien de que, por un lado, los sectores dominantes dejaron tempranamente de actuar como clase dirigente de la sociedad, esto es perdieron su hegemonía, renunciaron a reconquistarla, se encerraron en la defensa de sus intereses sectoriales y recurrieron abiertamente a la coerción cuando pudieron y de que, por el otro lado, los sectores subordinados no tuvieron capacidad de articular sus intereses en un proyecto con pretensiones hegemónicas. Nos encontramos así, no frente a una pulseada de dos fuertes actores que resultan en un empate sino, en un escenario que incluye varios contendientes.

Efectivamente, el análisis de la sociedad argentina devela la profunda atomización que caracteriza a las fuerzas sociales que ella contiene y que son primordialmente organizaciones que representan intereses sectoriales, esto es aquellas que la literatura politicológica norteamericana ha denominado grupos de interés o de presión, antes que organizaciones articuladoras de intereses como deberían ser los partidos políticos.

Se ha sugerido que la sociedad argentina posee fuertes rasgos corporativos, pero éste es un punto que debe ser aclarado. El concepto de corporativismo puede referir tanto a un sistema de representación de intereses como a una forma de adopción de decisiones en la sociedad. Ahora bien, difícilmente pueda caracterizarse a esta sociedad como corporativa, si por corporativismo se entiende una forma de toma de decisiones en la sociedad que involucra la existencia de “peak associations” (por ejemplo de trabajadores, empleadores u otras) que toman a su cargo la tarea de arribar a consensos o negociar el contenido de decisiones que luego de adoptadas son incorporadas como políticas públicas y disciplinadamente acatadas por sus respectivas bases. Esto no ha existido ni existe en la Argentina ya que el rasgo central de su estructura sociopolítica es la pluralidad de actores incapaces de agregar sus intereses desarrollando en el escenario social una intensa lucha donde el intento de cualquiera de ellos para imponer sus intereses a través del aparato estatal termina generando fuertes resistencias, que toman inviable su consecución. La victoria parece estar frecuentemente del lado de las coaliciones opositoras a cualquier intento de una fuerza social determinada de modelar el aparato estatal a su interés. La sociedad parece así como un conjunto de asociaciones cuya mejor habilidad es vetar e inhibir iniciativas ajenas.

Por otra parte, si por corporativismo entendemos un sistema de representación de intereses en el que existe monopolio de representación, diferenciación funcional en categorías mutuamente excluyentes, reconocimiento oficial, estatus semipúblico, afiliación compulsiva y demás características explicitadas por Schmitter, la Argentina aparece entonces como una sociedad que ha poseído algunos rasgos corporativos expresados fundamentalmente por la relación Estado-sindicatos en el régimen peronista y por la supresión lisa y llana de la actividad de los partidos políticos en períodos militares que dio mayor visibilidad a la representación política de ciertas organizaciones sectoriales. Pero, en realidad, la sociedad argentina se encuentra más próxima al modelo pluralista de representación de intereses desarrollado por la ciencia política norteamericana que al corporativismo. Lo que define la estructura sociopolítica del país no es el corporativismo sino el atomismo institucional, la falta de instancias de agregación de intereses y la inviabilidad de establecer proyectos duraderos por hegemonía o fuerza. En síntesis, estamos frente a una suerte de pluralismo anárquico.

En la sociedad argentina predomina una solidaridad básicamente al nivel de las relaciones primarias (familia, amigos, compañeros de trabajo) pero más allá de estas microsolidaridades reina la desconfianza, el conflicto. No es extraño entonces que los mismos partidos políticos que deberían jugar un papel más general de articulación de intereses aparezcan frecuentemente contagiados por el espíritu faccioso que caracteriza a la sociedad civil. En la ausencia de procesos de articulación, vale fundamentalmente el poder de cada grupo social y así predomina una situación hobbesiana de guerra de todos contra todos entablada dentro y fuera del Estado, donde el más fuerte tiene más posibilidades de imponerse.

La debilidad de la idea de nación que caracteriza a la Argentina se expresa en esta fragmentación social. El sentido de pertenencia a un colectivo es extremadamente débil. Las raíces de este fenómeno son antiguas y se expresan en el fracaso de las elites para construir una nación. Dichas elites se caracterizaron por el desprecio hacia aborígenes, mestizos e inmigrantes, lo que las llevó a aislarse en su propio país, y si algo efectivamente las perturbó de Perón no fue tanto el supuesto proceso de redistribución de ingresos como la igualación en el plano ideológico a la “chusma con la gente de bien”.

En síntesis, la sociedad argentina ha sabido desarrollar un conjunto de organizaciones que expresan intereses sectoriales y que cuentan con un poder organizacional no despreciable. Pero frente a ellas no han podido emerger sistemas de alianzas relativamente estables o fuerzas sociales y políticas que agreguen intereses al punto de asegurar la viabilidad de un proyecto sea este del signo que fuere. Una sociedad entonces inmovilizada por su particular sistema de estructuración de intereses.

La incapacidad de las fuerzas sociales de llevar adelante un proyecto hegemónico en el sentido gramsciano de que los intereses de un sector social sean presentados como los intereses de la sociedad global y aceptados por los demás sectores sociales como intereses propios es acompañado incluso por la incapacidad de imponer mediante la fuerza una dominación social. Efectivamente, a diferencia de otros países de América Latina como Chile, Uruguay o Brasil, las dictaduras militares, reiteradas en el país, no pudieron estabilizarse y experimentaron períodos críticos que las llevaron a dar lugar al retorno de regímenes democráticos. En otras palabras, ni por hegemonía ni por fuerza ha sido posible en la Argentina de este siglo dar viabilidad política en el mediano y largo plazo a un proyecto socio-político determinado.

Expresé que el Estado argentino presenta una serie de incapacidades en los aspectos relativos a la regulación y a la administración de justicia, pero esta debilidad manifiesta fundamentalmente la fragmentación social y la ausencia de articulación. Una sociedad fragmentada no ha sido capaz de engendrar actores sociales capaces de trascender perspectivas sectoriales para dar vigencia a normas y políticas centradas en la noción de bienestar colectivo. El resultado es la presencia de un Estado sin energía para actuar en dirección de dicho bienestar.

Las instituciones gubernamentales del Estado siempre son una instancia donde pugnan las diversas fuerzas de la sociedad civil para imponer o defender sus intereses. En otras palabras, siempre las organizaciones de gobierno del Estado son una instancia donde se desarrolla la acción, la lucha de las diversas organizaciones sociales, sean ellas de la sociedad civil o del Estado mismo. Por lo tanto, hablar de debilidad del Estado para orientarse hacia el bienestar colectivo es hablar de la debilidad de las fuerzas sociales que en su interior luchan por ir en esa dirección.

La presencia de una cultura fuertemente individualista y la ausencia de una cultura de lo público es finalmente otra fuente importante de anomia; cuando lo público no es lo común sino lo ajeno, no lo propio sino lo de otros, se logra explicar mejor la facilidad para prosperar de los juicios en contra del Estado, que terminaban en su inmensa mayoría condenándolo, la contaminación del aire y del agua, la suciedad generalizada en calles y parques y el deterioro de escuelas y hospitales públicos, entre otros ataques al patrimonio común.

Si bien la fragmentación social y la ausencia de hegemonía son factores fundamentales que determinan la debilidad estatal y la anomia analizada en este texto, el individualismo extremo es entonces una mejor explicación de aquel tipo de anomia que se relaciona con la existencia de costumbres que pueden ser calificadas de incivilizadas.

CONCLUSIONES

Los ejemplos citados, tanto en lo que se refiere a transgresión de normas jurídicas como a las costumbres incivilizadas o no éticas, expresan que la sociedad argentina posee problemas de integración social, esto es sentimientos de pertenencia a un todo social o debilitamiento de los lazos de solidaridad estableciendo una suerte de escenario hobbesiano de guerra de todos contra todos donde la desconfianza hacia el otro se generaliza en la misma medida que las transgresiones, mucha de las cuales reciben el simpático nombre de “avivada”. De esta manera, conductas que en otros momentos históricos o en otras sociedades son consideradas ilegales o inmorales, terminan siendo adoptadas como prácticas normales, aceptables y hasta justificables.

La demencial y feroz represión ejercida por el último régimen militar es quizás un indicador que en forma terrible expresa cuan extraños los argentinos pueden ser entre sí.

La debilidad estatal para fiscalizar y sancionar la transgresión de las normas legales, el comportamiento transgresor de las elites que acabó generando la ilegitimidad de la ley y la fragmentación social y extremo individualismo son los factores explicativos fundamentales de la transgresión de normas legales y de las costumbres incivilizadas que exhibe la sociedad argentina.

Estas hipótesis que han sido formuladas para dar cuenta del fenómeno anómico merecen aún un trabajo de investigación, reflexión y debate considerables. Pero una problemática que afecta tan profundamente la calidad de vida de una sociedad, necesariamente plantea hasta donde el fenómeno anómico puede ser revertido. Al precisar el conjunto de causas que explican la anomia se permite identificar mejor los caminos para intentar superarla. A continuación algunas reflexiones sobre este punto.

En primer lugar claramente no hay superación de la anomia si el Estado argentino, “el poder director” durkheimiano no realiza avances significativos en su capacidad de fiscalizar y sancionar. En este sentido, puede afirmarse que la reforma del Estado aún no comenzó en nuestro país. Se avanzó mucho en la “poda” del Estado pero casi nada en dotarlo de capacidades regulatorias y en disminuir los niveles de impunidad.

Pero tan pronto se plantea la superación de la debilidad estatal como un objetivo anti-anómico surge la problemática de la fragmentación de la sociedad argentina. De esta forma, el fortalecimiento del Estado deja de ser un tema técnico de mejores salarios, incentivos e infraestructura para convertirse en un problema de energía política. Así, no hay perspectiva ninguna de superar la debilidad el Estado para accionar en dirección del bienestar colectivo y combatir la transgresión si no surgen fuerzas sociales con el poder suficiente para ir en esta dirección. Existen fuerzas sociales con la potencialidad para cumplir este papel pero son muy débiles y además deben luchar contra el propio contexto faccioso que impone la sociedad y el escaso convencimiento que ellas poseen de que sólo articulándose, esto es generando sólidas alianzas, es posible generar el poder suficiente para vencer la anomia. Aprender a conjugar el verbo sumar, en una sociedad acostumbrada a restar, es un gran desafío que se le impone a dichas fuerzas sociales.

Son además quizás los dirigentes de dichas fuerzas sociales los únicos en condiciones de combatir otra de las fuentes alimentadoras de la anomia. Sólo una conducta profundamente ética de esta dirigencia y la valentía para denunciar la transgresión pueden generar una promesa de revertir el profundísimo daño que la presencia de elites transgresoras ha implicado para la desintegración social argentina. Deben luchas, sin duda, contra décadas (¿siglos?) de dirigentes transgresores, contra la incredulidad de que pueda existir otro tipo de dirigencia y contra la idea de que transgredir no es un problema. No parece sin duda una tarea sencilla. Algunos incluso pensarán que es simplemente imposible.

No menor es la tarea para que las costumbres incivilizadas cedan lugar a otras basadas en solidaridad y cooperación. Modificar las actitudes profundamente individualistas es labor para las instancias primarias de socialización como familia y escuela, pero queda la duda de dónde surgirá una cultura alternativa. Quizás la construcción de organizaciones que aboguen por la importancia de lo colectivo, esto es organizaciones sociales no sólo basadas en la solidaridad intra sino inclinadas a promover la solidaridad inter, junto con la diseminación del debate que deberían impulsar intelectuales y comunicadores sociales sobre las tremendas desventajas de este individualismo pueden ser caminos para limitar este poderoso determinante de incivilidad.

Podrá percibirse que no es precisamente fácil combatir la causa de la anomia, pero también son extremadamente perjudiciales sus consecuencias sobre la civilidad y la calidad de vida en una sociedad. ¡Bienvenido al debate!








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