miércoles, 27 de diciembre de 2006

De cómo la educación gratuita no existe



Durante mucho tiempo cometí el error de pensar en la educación gratuita. En las distintas charlas y en los distintos lugares que he visitado, tenía la costumbre de señalar como una cualidad típica de mi país a “la educación gratuita”.


En Chile tuve que pasarme una buena cantidad de tiempo tratando de explicarles a nuestros hermanos trasandinos cómo era el asunto de que un cabro podía asistir a la Universidad sin tener que abonar una cuota mensual. Allá existe la educación privada y la pública, al igual que acá, la diferencia es que tanto en una como en otra los alumnos deben abonar mensualmente una cantidad de dinero para poder estudiar. La diferencia entre una Universidad privada y una pública debe ser 100.000 pesos chilenos aproximadamente– 500 pesos argentos- (Eso sí, la pública es más barata)


Pero, en algún momento y como por arte de magia, comencé a pensar en los profesores, en los empleados administrativos de la Facultad, en los ordenanzas (personal no-docente… nunca entendí cómo pueden afirmarse siendo una negación de otra función); empecé a prestarle más atención a la luz eléctrica que utilizamos a diario, al servicio de telefonía, al servicio de internet, a los muebles… a los útiles y llegué a la conclusión de que había cometido un error. La educación que estaba recibiendo no era gratuita. De algún lugar aparecía dinero que hacía las veces de mediador entre lo que las personas que trabajaban en la Facultad me ofrecían y lo que yo podía aprender.


Decidí que era un buen momento para seguir el rastro de ese dinero. ¿De dónde aparecía? ¿Quién traía esos papeles que “encariñaban” a docentes, no-docente, administrativos, no-administrativos con la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales? ¿Cómo se generaba esta imbricación llamada instrucción? (perdón; educación)


Entonces pude ver la luz. Personas que deambulan habitualmente entre nosotros, que poseen nombres propios pero que, para darles generalidad, podemos mencionarlos por sus quehaceres; quiero decir: obreros de la construcción, obreros metalúrgicos, empleadas domésticas, contadores, abogados, administrativos y también docentes y estudiantes pagan impuestos. Estos impuestos (prestación pecuniaria requerida a los particulares por vía de autoridad, a título definitivo y sin contrapartida específica, con el fin de cubrir los gastos públicos) son los que hacen posible que la educación en nuestro país sea solventada por toda la sociedad.


A partir de aquí arribo a una conclusión que me ayuda a hacerme responsable de mi paso por la Facultad: cada vez que tiro un papel al suelo, estoy ensuciando la casa de toda la sociedad; cada vez que no estudio como debería estoy tirando la plata de un obrero a la basura; cada vez que no cuido las instalaciones estoy negando la importancia que tiene la educación y cada vez que no realizo mi función con la responsabilidad que se merece ME estoy faltando al respeto y le estoy diciendo a mis hermanos: “su esfuerzo no vale nada, su sacrificio es en vano, su vida no me interesa”


Para todos los que todavía creemos que las ciencias sociales pueden ser un motor de transformación, empecemos por casa, cuidemos nuestra Facultad, cuidemos nuestras aulas, cuidemos nuestros baños, cuidemos a nuestros docentes y cuidémonos de ser buenos alumnos y buenos tutores siendo responsables en el esfuerzo de dar lo mejor.


Marcelo Fernandez (estudiante de Comunicación Social)






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